En la opinión de “El Dr Cizaña”
Apenas, hace menos de dos semanas, me encontraba en casa de una tía que sigue disfrutando del pacer que representa haberse hecho de casa y tener su patrimonio. Han comprado muebles, plantas, adornos y hasta un asador, pero caímos en la cuenta que faltaba algo en una de las paredes de la sala, se ve más que pulcra, demasiado limpia.
No soy curador, ni crítico de arte ni docto en el tema, al igual que muchas personas que gustamos de la pintura o diversas manifestaciones artísticas vamos más allá del mamonsísimo ambiente kitch que se respira, vive y siente en algunas galerías y centros de exposición, dónde a veces importa más lo que sabes de “arte” o tus comentarios leídos de entrevistas a “La Lesper” que lo que realmente vas a ver y o sentir. En fin, pues caímos en cuenta que a esa pared le faltaba un cuadro, pero no cualquier cuadro, no una de esas reproducciones chinas, uno de autor ¡uno original!
Después de recomendarle nombres de algunos artistas de los que he visto su trabajo y que son muy buenos pero sus obras aún son “adquirible$”, ya que aún no han sido tocados por la varita mágica de algún mecenas con más dinero que gusto, salió a la luz la obra del maestro Toledo y de lo genial que sería tener por lo menos un boceto hecho por él en aquella pared.
Tuve oportunidad de ver su obra en varias ocasiones, las más de ellas en el lobby del teatro Javier Barros Sierra en la FES Acatlán y la última de ellas en el Centro Cultural España, la cual fue una “pequeña” muestra cronológica del trabajo de Toledo en un lapso de 10 años.
La primera y única vez que lo vi en persona, fue en su medio, en ese plano terrenal que el dominaba, tan alejado de los críticos y arrastrados del arte y tan cerca de su gente. Salí por quinta vez de Santo Domingo para toparme con una boda de gringos al más puro estilo “calenda”, tome algunas fotos y deje pasar la comparsa, seguí caminando y vi atravesar la calle a un hombre flaco, de cabello y barba larga y canosa empujado por unos pies flacos y agiles enfundados en unos huaraches desgastados por el oficio de volar de un lado a otro.
Tuve una corazonada y lo seguí de lejos, se metió una galería ubicada en la calle Macedonio Alcalá, me metí unos segundos detrás de aquella persona que no correspondía a la descripción que se podría tener del mejor artista vivo que tenía México en ese momento, y sí, para mi sorpresa era él. Ahí estaba buscando entre los estantes algún libro (seguramente) para regalar. No me atreví a acercarme más pues seguramente, como casi siempre, estaba “trabajando” así, entrecomillado, porque lo que él hacia no era trabajar, era su misión de vida, su motor. Al encontrar su libro salió igual que como llegó, volando.
Hablar de lo imprescindible de su obra para la humanidad, para México y para Oaxaca sería cuestión de hacer un ensayo grandísimo e inagotable y no quiero hacer eso, porque sería reducir la obra y vida de un artista tan comprometido con su gente, con su cosmovisión, con su particular forma de crear, que sería más que imposible, pretencioso y aun así se tiene la obligación de hacerlo.
Estas líneas son sólo un agradecimiento eterno para el guerrero que sangro en la lucha por la justicia, el artista que creo mundos surrealistas, para el maestro que hizo un regadero de semillas, las cuales, esperemos germinen y se sigan desperdigando y haciendo un reguero de arte y orgullo por dónde sea que pase cada uno de las personas que tuvieron la suerte y el honor de compartir y aprender del gran Francisco Toledo.